Uno de los temas recurrentes en los debates políticos de nuestro país, es el “alto costo laboral”. Como respuesta a esta inquietud, el sindicalismo y cierta parte de la política intenta llevar la discusión al terreno de la “flexibilización”, justificando así su negativa a las reformas que se proponen.
Ahora bien, ¿de qué hablamos cuando hablamos del “alto costo laboral argentino”?
La Ley de Contrato de Trabajo (L.C.T.), principal norma que rige las relaciones laborales individuales en nuestro país, preveía en su origen (año 1974), una indemnización por antigüedad equivalente a un mes de sueldo por cada año de antigüedad o fracción mayor a tres meses, estableciendo un tope a esta base de cálculo, en tres veces el salario mínimo vital y móvil, y un mínimo de dos meses.
Preveía también una indemnización por omisión de preaviso de un salario si la antigüedad del trabajador fuera menor a cinco años, de dos salarios si la antigüedad fuera entre cinco y diez años, y de tres salarios si la antigüedad fuera mayor a diez años.
Con algunas variaciones a lo largo del tiempo, hoy tenemos que la indemnización por antigüedad se establece bajo similares parámetros, con la diferencia que el tope indemnizatorio está dado por el mejor salario del trabajador desvinculado, siempre y cuando éste no supere en tres veces el salario promedio del convenio aplicable al trabajador o al establecimiento en el que presta tareas. En el caso de salarios que superen este promedio, generalmente se aplica la doctrina del caso “Vizzoti c/Amsa” dictado por la Corte Suprema de Justicia en el año 2004, que establece que el tope indemnizatorio no puede ser inferior al 67% del salario computable.
La indemnización sustitutiva de preaviso desde el año 1976, se estableció en un mes si la antigüedad del trabajador es menor a cinco años, y de dos meses si la antigüedad es mayor a cinco años.
Entonces, si este régimen indemnizatorio no se modificó sustancialmente desde su origen, hace casi 50 años, ¿cuál es el alto costo laboral del que tanto se habla?
He aquí adonde los interlocutores no saben o no pueden explicarlo. Son varias las causas.
En 1991, durante el gobierno de Carlos Saúl Menem, se dictó la Ley Nacional de Empleo Nro. 24.013 (L.N.E.), entre cuyos objetivos principales se encontraba el blanqueo de las relaciones laborales. Para “incentivar” el blanqueo, se estableció que los empleadores que registraran correctamente el contrato de trabajo de sus empleados en un plazo de 30 días desde que el trabajador cursara la intimación, no deberían abonar las multas que establecían sus artículos 8, 9, 10 y 15 de la L.N.E. Las tres primeras se calculaban en un 25% de las remuneraciones “en negro” y por medio de la última (el art. 15) se duplicaban las indemnizaciones derivadas del despido. El aliciente de tener un trabajador “en blanco” era no pagar más que las indemnizaciones establecidas por la L.C.T. Un incentivo claramente negativo.
¿Qué ocurrió entonces? Hecha la ley, hecha la trampa. El régimen de “incentivo” al blanqueo se transformó en un régimen de incentivo al juicio laboral, ya que la indemnización que el trabajador podría percibir se había como mínimo duplicado, sin contar con las multas sobre la base de las remuneraciones percibidas “en negro”. Amparada en el principio “favor lavoratoris”, la justicia del trabajo comenzó a imponer esta “recarga” indemnizatoria en muchos casos ante la mera declaración de dos testigos, o inclusive, de uno solo. Y para ello no importaba –y no importa- si la empresa es una multinacional, una nacional, una pyme, o una persona humana.
Este fue solo el principio.
En octubre de 2000, se sancionó la Ley 25.323, la que, en su artículo 2° estableció una nueva multa, equivalente al 50% de las indemnizaciones por despido en el caso que el empleador no abonara en tiempo y forma dichas indemnizaciones. Debido a que en un despido con invocación de causa, que debe ser probada y considerada justificada por la justicia, o ante un despido indirecto –el que es producido por decisión del trabajador- el empleador obviamente no paga ninguna indemnización, la aplicación de esta multa en una sentencia se establece de forma casi automática. Contados son los casos en que los jueces moderan el porcentaje de esta multa.
Tenemos entonces que la indemnización original ahora podría verse multiplicada por dos veces y media, como mínimo.
En noviembre de 2000 se dictó la ley 25.345 cuyo objetivo era, una vez más, la prevención de la evasión fiscal. Mediante esta ley se reformó el art. 80 de la L.C.T. incorporando una nueva sanción pecuniaria, a favor del trabajador, al empleador que no emitiera en el plazo de 30 días, los certificados de trabajo, salarios y aportes. Por estas “laxitudes” de la justicia del trabajo, esta multa resulta aplicable en la gran mayoría de los reclamos laborales. Bajo la misma reforma, se estableció por el art. 132bis agregado a la L.C.T., una nueva multa, equivalente a un salario mensual para el caso que el empleador no hubiera ingresado en el sistema de recaudación, aportes retenidos al trabajador. No existe un criterio uniforme en la Justicia para la aplicación de esta multa, existiendo casos en que, aún incluidos en planes de pago, y por ínfimos (hablo de centavos) aportes no ingresados, los jueces imponen igual la multa.
Tenemos entonces ahora, la indemnización original multiplicada por dos veces y media, más tres salarios, con la posibilidad de incrementarse esta con un salario mensual hasta la finalización de un plan de pagos de AFIP.
Entre enero de 2002 y septiembre de 2007, por causas de “emergencia pública”, que vale destacar, es la situación constante de nuestra República desde hace más de 2 décadas, las indemnizaciones por despido se vieron primero duplicadas, luego fijadas en un 80% en más, y finalmente en un 50% en más. Este agravamiento aplicó, para la justicia del trabajo, a todas las indemnizaciones y multas.
En junio de 2010, la Cámara del Trabajo de Capital Federal dictó un fallo Plenario, de aplicación obligatoria para toda la justicia laboral de Capital, “Vázquez María Laura c/ Telefónica de Argentina SA y otro s/Despido”. Mediante esta sentencia plenaria la Cámara dispuso que un trabajador, aún cuando su contrato de trabajo se encuentre perfectamente registrado, prestare servicios “en forma directa” para un tercero “usuario”, debía considerarse el contrato como no registrado, y por lo tanto, aplicables las multas de la Ley 24.013. Si bien esta sentencia tenía como objetivo evitar la llamada “intermediación fraudulenta” que terminaba en algunos casos en la imposibilidad del trabajador de cobrar sus indemnizaciones por la insolvencia de su empleador formal, lo cierto es que incentivó, una vez más, la industria del juicio laboral, ya que, aún cuando el empleado gozara de todos los beneficios que le concede la .C.T., y el empleador cumpla con sus obligaciones de seguridad social, podría considerar su relación como espuria con éste y reclamarle al usuario de sus servicios la “regularización” de su relación. En estos casos, la indemnización se multiplica como mínimo dos veces y media –amén del 25% de todas las remuneraciones pagadas, ahora “en blanco”- y obliga al usuario a efectuar los aportes y contribuciones al fisco, duplicando así la carga impositiva y de seguridad social.
Otra situación que agrava los costos laborales es la aplicación también “laxa” de la responsabilidad solidaria. El artículo 30 de la Ley de Contrato de Trabajo estableció la solidaridad –la obligación de pago total a cualquiera de las partes reclamadas- cuando una empresa cediera o subcontratara una actividad “normal y específica propia”. Sin embargo, la empresa cedente o subcontratante, podía eximirse de responsabilidad ejerciendo el control del cumplimiento de la empresa subcontratada, de sus obligaciones laborales y de seguridad social. Una vez más, “hecha la ley, hecha la trampa”. En primer lugar, la mayor parte de la justicia laboral considera actividad normal y específica propia cualquier actividad que realice la empresa que “coadyuve a la consecución de sus fines”. Esto implica que una empresa que se dedica a la producción de, por ejemplo jugo de manzana, resulta responsable por los trabajadores de la finca en la que se cultivan las manzanas. En segundo lugar, aún cuando la empresa cedente ejerciera el control sobre el cumplimiento de obligaciones de la empresa “cedida”, todo reclamo judicial implica el reclamo de un incumplimiento. Ergo, si la justicia considera que lo hubo, considera que el empresario cedente no ejerció debidamente el control, y también lo condena. ¿A qué nos lleva esta situación? A lo que justamente dicen los políticos, pretenden evitar: a la concentración económica y a echar más leña al fuego a la industria del juicio.
Todas estas situaciones que hemos descripto, y que son, a nuestro criterio solamente las principales que generan incertidumbre al momento de contratar, promover o desvincular a un trabajador son las que atentan –desde el punto de vista del contrato de trabajo individual- contra el crecimiento del empleo y de la productividad en nuestro país, toda vez que al empresario se le hace imposible calcular costos indemnizatorios de manera cierta, puesto que el principio de inocencia cae ante cualquier “testigo” que declare lo contrario. Si bien no hay que ser ciegos y pensar que todos los empresarios cumplen con todas sus obligaciones laborales y de seguridad social, tampoco el incumplimiento debe ser tomado como la “norma” por parte de la justicia laboral. Terminan pagando justos por pecadores. Y los pecadores, muchas veces terminan no pagando siquiera porque están acostumbrados a hacer trampa hasta el final.
Entonces, ¿hay solución para el alto costo laboral? Sí. Sobre ello trataremos en una próxima publicación.
Martín P. Pagano